Podría parecer una invitación al suicidio pero se convierte, a la hora de la verdad, en una obra de arte: un listado de canciones largas, muchas sin estribillo, la mayoría cantadas en islandés, otras en un idioma ficticio, sólo una en inglés. Del tormento interior de una banda, de la dolorosa e inevitable necesidad de crear, nacen las mariposas, medran las flores y surge una de las propuestas musicales más peculiares, más hipnóticas del planeta. Las canciones de Sigur Rós pueden ser lágrimas que se deslizan con infinita ternura por la mejilla, latidos vibrantes que tensan cada músculo o apoteósicas ráfagas de fuerza vital. Pueden ser lo que quieras y son, por encima del traje y el continente, pulidas joyas de belleza popular. Hay algo en su música que te empuja al abismo sin remedio, más allá de su capacidad para crear atmósferas amables, tiernas. Asoma la personalísima voz de Jonsi, de una sensibilidad extrema, mientras rasga su guitarra con la púa o con el arco de un violonchelo, tra