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Un país a medio hacer

Europa y América se separan un par de centímetros al año. Las dos placas tectónicas se alejan, y en medio, en el fondo del Atlántico, queda una cicatriz colosal que se va abriendo poco a poco, una grieta submarina por la que brota el magma a golpe de erupciones y terremotos. Así nació Islandia, con los materiales que salieron de la herida y emergieron del océano.

Las islas Vestmann constituyen uno de los últimos brotes. Aparecieron entre las aguas hace cinco o diez mil años, apenas un suspiro en la escala geológica, y todavía se sacuden con los estertores de la creación. En 1963, una columna de vapor se elevó en el horizonte a pocos kilómetros de la isla de Heimaey y creció hasta alcanzar diez kilómetros de altura.

Pronto asomó entre las aguas un cono volcánico que escupió lava durante cuatro años y formó una isla de tres kilómetros cuadrados: el islote de Surtsey, una maravilla de interés planetario porque permitió que los biólogos asistieran a un proceso de colonización natural en un terreno absolutamente virgen. En el segundo año de las erupciones apareció la arenaria de mar (Honckenya peploides), la primera planta que colonizó Surtsey.

En los años siguientes nacieron musgos y líquenes. Ahora, cuatro décadas más tarde, en el islote ya se encuentra el 90% de las especies islandesas, incluidas aves, peces o insectos. Una de las que falta es la humana: Surtsey es terreno restringido y sólo pueden pisarlo científicos autorizados.

Info: Diariovasco

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